¿De verdad quieres que tu hijo sufra lo menos posible?



Podría asegurar sin temor a equivocarme que para una mayoría de seres humanos el sufrimiento es algo completamente indeseable; al menos, conscientemente. Lo cual, parece tan cierto como que dicho sufrimiento suele ser un mecanismo evolutivo muy eficaz; sobre todo, si uno tiene ganas de aprender de lo que vive y de crecer.

Tal como yo lo veo, si el sufrimiento no termina matándote, seguramente hará de ti una mejor persona, alguien con mayor sabiduría y equilibrio, con más fuerza, con más éxito; y una vez lo superes, probablemente, serás más feliz.

Ahora, imaginemos a un ser humano que fuera criado entre algodones, a una persona a la que se protegiera de todo sufrimiento, que no supiera lo que es el dolor. El dolor en el cuerpo; el dolor de un desengaño amoroso; el dolor de ver un proyecto profesional fracasar. ¿Podría llegar a ser tener éxito una persona así? ¿Podría llegar a ser feliz de una manera sostenible?

Lo que yo he observado en cientos de personas a lo largo de mi vida me ha llevado a una clara conclusión: aquellos individuos que han sido criados entre algodones, aquéllos a los que se les ha puesto todo fácil, los que han sufrido poco, por lo general, han tenido serias dificultades, o, simplemente, no han conseguido llegar lejos en la vida. Prácticamente, ninguno.

Hasta cierto punto, me parece comprensible el deseo de unos padres de evitarle sufrimiento a sus hijos, pero si, con la mejor intención, le impides a tu hijo que experimente toda una serie de situaciones amargas y dolorosas que son consustanciales a la propia vida, quizá consigas que de adulto sea una persona inmadura, insegura, frágil, temerosa, y, a la postre, fracasada. Y seguro que ningún padre, ni ninguna madre, desearía algo así para sus hijos.

Sin embargo, la sobreprotección de los hijos es una conducta que está a la orden del día en los tiempos que corren y que se propaga como una epidemia entre padres de todo tipo y condición. 

Una cosa es que como padre/madre tengas la responsabilidad de cuidar de tu hijo y de velar por su integridad; y otra cosa muy diferente es que, por tus propios miedos e inseguridades, le protejas en exceso, hasta el punto, como digo, de impedirle experimentar una serie de vivencias que forman parte de la vida, y de cualquier ser humano. Unas experiencias que, cuando se les saca jugo, pueden resultar tremendamente útiles y provechosas, y convertirse en un valioso mecanismo de crecimiento personal.

Si crees que amar a un hijo es ponérselo fácil, decirle a todo que sí para que no se enfade, comprarle aquello que tanto desea aunque no se lo haya ganado, y, sobre todo, tratar a toda costa de que sufra lo menos posible, entonces, hazlo, y luego espera diez o veinte años para ver lo que has conseguido.

Personalmente, concibo el amor hacia los hijos como una especie de inversión a largo plazo. Como un mecanismo consistente en procurar su prosperidad (en la salud, en lo material y en las relaciones), su felicidad, y, llegado el momento, la completa independencia de los padres, su total autonomía.

Pensemos por un momento que este mecanismo es el habitual en la Naturaleza, y lo que caracteriza la vida de cualquier especie animal: la prosperidad (que asegura la perpetuación de la especie), y, llegado el momento, la total autonomía de los progenitores. Un fenómeno que, a menudo, implica una trayectoria vital con ciertas dosis de sufrimiento.

Desde luego, creo firmemente que un niño/adolescente que haya desarrollado (a instancias de sus padres) una suficiente y necesaria inteligencia emocional, debería sufrir cada vez menos en su vida. Lo cual sería perfectamente compatible con que sacara jugo al sufrimiento, y supiera aprovecharlo, cada vez que se lo encontrara en su camino.

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