El caso de Pablo, su falta de memoria y el perdón.

Hace años, tuve ocasión de abordar un caso muy interesante. Uno que luego tendría oportunidad de observar nuevamente en lo sucesivo, pues es más común de lo que uno se pueda imaginar a priori. Os lo cuento cambiando el nombre del protagonista para preservar su verdadera identidad.

Pablo era un chico de unos treinta años. Padecía desde su temprana adolescencia de importantes lapsos de memoria, así como una tendencia muy acusada al despiste. A eso había que sumarle algo que, aparentemente (sólo aparentemente), no tenía nada que ver: sus frecuentes roces o enfrentamientos con bastantes de los hombres que se cruzaban en su vida. Especialmente, con aquéllos que representaban una figura de autoridad. Y por si fuera poco, algunos de sus hábitos alimenticios dejaban bastante que desear, lo que le ocasionaba serios problemas digestivos, empezando por llagas en la boca.

Conversando con Pablo, descubrí que también desde su temprana adolescencia comenzó a sufrir maltrato psicológico de forma sistemática por parte de su padre. Maltrato que se dejaba sentir en forma de frecuentes humillaciones, y de obligarle a menudo a que llevara a cabo distintas tareas en contra de su voluntad. Órdenes que tenía que acatar sin rechistar. En definitiva: una dinámica vejatoria que se prolongó hasta los veintitrés años, momento en que Pablo dejó el hogar de sus padres para independizarse.

Conviene añadir que el padre de Pablo había perdido su trabajo como consecuencia de una grave imprudencia, quedándose en el paro durante largo tiempo. Algo que le ocasionó una profunda frustración y un gran sentimiento de culpa, que, unidos a su notable inseguridad, le llevaron a descargar su ira con su hijo, por aquel entonces, muy joven e indefenso.

Esos lapsos de memoria, cuyo origen en el tiempo coincidía milimétricamente con el comienzo de las humillaciones por parte de su padre, tenían una interpretación psicosomática muy clara: eran una invitación a olvidar, es decir, a que Pablo no guardara en su memoria aquellos hechos lamentables que acusaba casi a diario. Porque guardar en el recuerdo un hecho doloroso no hace sino multiplicar nuestro dolor, y dañarnos.

Por su parte, los hábitos alimenticios de Pablo propiciaban en él una acentuada acidificación de su sangre, lo que explicaba sus llagas en la boca. Simbolizando éstas aquellas palabras de rabia que le corroían y que Pablo nunca expresaba hacia su padre (por temor a que el maltrato psicológico se convirtiera en físico).

Llegados a este punto, no resultaba difícil de entender que Pablo hubiera tenido tantos conflictos con hombres que, de una manera u otra, representaran ante él una figura de autoridad (simbolizada por el padre). Porque todos esos hombres, en mayor o menor medida, le recordaban a su padre, aunque él no fuera consciente de ello.

Muchos de esos hombres, incluso, habían sido amigos de Pablo. Sin embargo, después de los enfrentamientos (la mayoría de ellos, por hechos completamente triviales) habían sido colocados en su lista negra, con la intención de no verlos nunca más. Y es que no había manera de que Pablo los perdonara... por más que quisiera. Había algo dentro de él, muy poderoso, que no sólo le impedía perdonarlos, sino que incluso le llevaba a odiarlos.

Pero claro, para poder perdonar a todos esos hombres, incluso a todos esos amigos, Pablo debía perdonar primero a su padre. Era un requisito a todas luces imprescindible para evitar esa especie de efecto resonancia. ¿Pero cómo perdonar a un padre que te ha humillado durante años?

Desde luego, no es tarea fácil. Es necesario ver la realidad desde una perspectiva muy elevada, y muy global. Empezar entendiendo que el padre de Pablo, antes que verdugo, fue víctima. Pues quizá no os sorprenda saber que él también había sido humillado de pequeño por su propio padre, el abuelo de Pablo.

Son bucles que podemos encontrar fácilmente en casi todas las familias: historias desagradables, cuando no, hirientes, que se repiten, de padres a hijos, generación tras generación, una y otra vez, hasta que alguien rompe el círculo, hasta que alguien toma conciencia de ese nudo familiar y decide, libremente, deshacerlo con amor. Y el perdón, qué duda cabe, también es una forma de amar.

Y de liberarse...

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