Uno de los mayores miedos del ser humano

Ya sabéis: el roce hace el cariño. Porque cuando compartimos espacio, tiempo, emociones y sentimientos con alguien, sobre todo si se trata de una relación íntima, es habitual que se cree con ese ser un vínculo más o menos intenso. Es como si una parte de nosotros estuviera trasplantada en la otra persona, y como si una parte de ella estuviera trasplantada en nosotros.

Un compañero de trabajo, un familiar, un amigo o una pareja. Cualquiera de ellos puede ser una parte muy importante, incluso esencial, de nuestra vida, y de la misma manera que esas relaciones tienen un comienzo, pueden tener un final...

A veces, puede darse un entendimiento, una comprensión, un diálogo, o el afecto, y esas diferencias que nos separan del otro, acortarse, incluso desaparecer. Otras veces, sin embargo, parece que esos intentos por acercarse a la otra persona no hacen sino acrecentar la distancia que nos separa de ella, y entonces surge entre ambos un muro de incomprensión y de malestar que ni siquiera las palabras amables ni los gestos de cariño son capaces de demoler. Es como un punto de no retorno a partir del cual el intentar conciliar las posturas y limar las asperezas se torna algo improductivo, estéril, que simplemente incrementa y prolonga el dolor y el sufrimiento.

Tengo la convicción, la certeza, de que el amor (y tanto mejor cuanto más puro) es capaz de trascender todos estos avatares, es capaz de trascender una situación incómoda o dolorosa, pero esto no necesariamente significa que el amor sea capaz de reconciliar a dos personas. Sobre todo, porque la reconciliación depende de una voluntad compartida y sentida desde lo más profundo, no de un deseo unilateral.

Por ejemplo: una mujer viuda de cincuenta y cinco años convive con su hijo de treinta y siete. Ambos subsisten con la exigua pensión de ella, que apenas da para comer y pagar las facturas. Él ni estudia, ni trabaja, ni tiene intención de hacerlo, y a pesar de que ella ha intentado amablemente hacerle comprender el malestar y el sufrimiento que le supone esa situación, él sigue sin reaccionar.

U otro ejemplo: una relación de pareja en la que él le es sistemáticamente infiel. Ella lo descubre y le expresa su disgusto, su malestar y su sufrimiento, especialmente por la parte de mentira y engaño que comporta hacia ella. Pero después de un tiempo, él sigue con su tendencia, sin que nada cambie.

Y la pregunta del millón de dólares es: ¿cómo puede el amor trascender el sufrimiento de esas dos mujeres si después de varios intentos de acercamiento, de diálogo y de comprensión ellos siguen en sus trece? Pues, para mí, la respuesta está muy clara: autoestima. Es decir, la que ellas necesitan aplicar sobre sí mismas para ponerse en su sitio y terminar con unas relaciones tóxicas que están minando su felicidad. Así de simple. Aunque bien es cierto que el dar este paso a algunas personas les supone un mundo. Un mundo porque el miedo les paraliza.

Y es aquí donde nos encontramos de cara con uno de los mayores miedos del ser humano: el miedo a dejar atrás algunas relaciones. Relaciones con personas con las que puede que hayamos compartido techo, comida, o hasta la cama. Personas a las que nos une un vínculo emocional importante, además de experiencias vividas conjuntamente, sentimientos, emociones, recuerdos...

Pero llegados a este punto, es posible que nos sintamos impelidos a elegir, a tomar una decisión por amor... a nosotros mismos. Una decisión que implique apostar por nuestro bienestar, por nuestra salud, por nuestra felicidad. ¿Acaso no los merecemos?

Tomar una decisión con la confianza plena de que cuando somos capaces de cerrar una puerta con amor, otra mucho mejor, más tarde o más temprano, seguro, se abrirá ante nosotros.

Es ley de vida.

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