Redefiniendo el concepto de inteligencia

Desde que tengo uso de razón, cada vez que alguien a mi alrededor ha mencionado la palabra inteligencia lo ha hecho aludiendo a una capacidad humana para entender o comprender, o bien a una habilidad para resolver ciertos desafíos en poco tiempo, como un acertijo, una ecuación matemática o aprender un idioma.

Antropológicamente, la inteligencia se ha definido siempre como esa particular capacidad de adaptación que tanto caracteriza a nuestra especie, o como una curiosidad especial por lo que nos rodea unida a la virtud de abstraer, de conjeturar, de imaginar, de crear una cultura, de desarrollar una civilización... En definitiva: todo eso que tanto nos distingue de otros animales y de lo que tanto nos gusta presumir (aunque luego, por la boca muere el pez...).

Por eso, desde este punto de vista, hablamos de personas inteligentes a la hora de referirnos a aquellos individuos que destacan de entre los demás por una capacidad especial para entender, resolver o crear. Sin embargo, ¿qué ocurre si una persona posee un gran potencial intelectual y no es capaz, por ejemplo, de ser feliz? Seguro que conocéis algún que otro caso. ¿Pero cómo puede ser que una persona muy inteligente no sea capaz de ser feliz? Y, contrariamente: seguro que habéis conocido a alguna persona muy sencilla, sin una gran capacidad intelectual, que a pesar de ello era muy feliz.

Entonces, ¿por qué unos sí y otros no? ¿Qué es lo que marca la diferencia? ¿Por qué algunas personas sencillas pueden llegar a experimentar un gran bienestar en sus vidas y otras muy dotadas intelectualmente viven sumidas en la amargura?

La diferencia radica en una palabra: ACTITUD.

Si nos paramos a pensarlo, resulta, cuanto menos, llamativo: ¿de qué le sirve a una persona tener dos o tres carreras si luego no es capaz de curarse de una enfermedad que amenaza su vida? ¿De qué te sirve hablar cuatro o cinco idiomas si luego no eres capaz de sobreponerte a un desengaño amoroso? ¿De qué te sirve tener un alto cociente intelectual si luego no eres capaz de disfrutar de relaciones constructivas con quienes te rodean?

De todo esto se desprende una conclusión, a mi entender, muy clara: la capacidad del intelecto no determina la felicidad. Por eso, lo que verdaderamente cuenta en la vida no es la inteligencia bruta. Lo que cuenta, más bien, es que la actitud que desarrollemos en cada ocasión sea inteligente... por cuanto que ésta nos permita adaptarnos con éxito a las distintas situaciones que vayamos experimentando en cada momento, y, así, llegar a ser felices a pesar de nuestras circunstancias.

En suma: que si de lo que se trata es de definir la inteligencia, yo la definiría como la capacidad que un determinado individuo pone en práctica para ser feliz, o sea, para disfrutar de un nivel elevado de armonía, salud y bienestar. No obstante, esa capacidad, por sí misma, no consigue nada. Es necesario, imprescindible, que esa capacidad se convierta, se traduzca, en algo más: en una actitud inteligente.

Así pues, desde esta perspectiva de la realidad, ya no importa que una persona sea más o menos inteligente (como si ello fuera un valor por sí mismo) sino que su actitud ante la vida, y ante los retos que ésta nos plantea, sea más o menos inteligente.

Una capacidad, la de poner en práctica esta actitud, a la que cualquier ser humano puede aspirar.

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