El requisito imprescindible para salir de la crisis

El otro día había quedado en mi casa con un comercial de Movistar, que me había abordado amablemente por la calle, para que me explicara en mi domicilio, con detalle, una interesante oferta. Cuando entró en mi casa, le pedí, por favor, que me enseñara su tarjeta de identificación. Enseguida percibí, por la cara que puso, que se sentía molesto; a lo que me contestó que no la llevaba encima. Más que nada, porque nunca se la pedía nadie. Yo no daba crédito. Entonces, decidí llamar por teléfono a la empresa que, supuestamente, le había contratado (una subcontratada por Movistar) para que me confirmaran que trabajaba para ellos, y así lo hicieron. Pero lo curioso es que mientras efectuaba la llamada, le comenté a mi interlocutora que ya que este señor no llevaba ninguna clase de identificación, que le iba a pedir que me enseñara su DNI... por si acaso. Y el susodicho, que estaba esperando en la sala de espera, al oírme decir esto, se marchó de mi casa sin, tan siquiera, despedirse. Increíble, pero cierto. ¿Tendría algo que ocultar?

Lo peor de todo es que, a pesar de que yo le insistí para que me los dijera con IVA, los precios que me dio en su excelente oferta, no lo incluían en absoluto. Cosa que me confirmaron cuando yo mismo llamé a Movistar. O sea, que esté señor, descaradamente, había intentado engañarme.

La semana pasada una amiga me comentó que le había encargado a un fontanero cambiar la grifería de su cuarto de baño, habiéndole pedido explícitamente una calidad media-alta. El fontanero le instaló unos de una firma completamente desconocida pero asegurándole que eran de fabricación nacional, de muy buena calidad y que por el hecho de no ser de una marca de renombre le iban a costar la mitad. El caso es que a los pocos días uno de ellos se atascó, y días más tarde otro más dejó de funcionar. Pero no deja de sorprender que el fontanero tardara más de tres semanas en pasarse por el domicilio de mi amiga para revisarlos. Y que en cuatro ocasiones le dijera: No te preocupes, que mañana me paso por tu casa, es que he ido muy liado.

¿Cuántas veces habéis quedado con un profesional, o con una empresa, para contratar un servicio o adquirir un producto y habéis tenido incidencias? 

Por favor, que levante la mano el que jamás haya tenido problemas con una compañía de telefonía móvil. O que la levante el que nunca haya vivido momentos de tensión al hablar con un número de atención al cliente, o en algún mostrador de algún edificio de la administración, o de un hospital público...

Y ahora os planteo otra cuestión: ¿qué pensáis que tenemos en común los españoles con los italianos, los griegos o los portugueses? ¿Es una pura casualidad que la crisis azote con especial virulencia a estos países? Yo, desde luego, pienso que no.

En poco menos de cuarenta años, España había pasado de ser un país de tercera categoría a estar en el grupo de cabeza de la Unión Europea. Eso sí, a fuerza de implementar una economía de cartón-piedra basada, esencialmente, en el sector inmobiliario, o en servicios, como el turismo. Pero la caída del primero arrastró consigo a los demás, hasta encontrarnos en el punto donde nos hallamos ahora mismo.

Yo entiendo que la grave crisis económica y financiera que estamos viviendo perfectamente podría compararse a cualquier otra crisis, del tipo que sea. A fin de cuentas, todas las crisis tienen en común una serie de factores. Por ejemplo:

Una crisis de pareja, en la cual concurren una serie de circunstancias (desagradables) que se repiten sistemáticamente, requiere que ambas partes (no una solamente, sino ambas) se paren a replantearse qué está fallando y qué grado de implicación tiene cada una de ellas. Entonces, desde ese reconocimiento de lo que no anda bien, y de lo que cada uno puede hacer para solventarlo, es como puede llegarse a reinstaurar la armonía perdida (suponiendo que siga existiendo el amor). Y lo mismo sucedería si estuviéramos hablando de una crisis familiar, en una comunidad de vecinos o en cualquier grupo humano.

Fijaos que curioso: el comercial que vino a mi casa, en ningún momento se disculpó por no llevar la identificación. Lo único que hizo fue justificarse. Pero es que el fontanero que atendió a mi amiga, hizo exactamente lo mismo: ni se disculpó ni reconoció en ningún momento que esos grifos no eran de calidad. Simplemente, le soltó a mi amiga una retahíla de excusas, a cuál más grotesca, para no asumir su responsabilidad.

Es como cuando llamas al servicio de atención al cliente de una compañía de telefonía, porque tienes un serio incidente, y empieza a desviarte a otros teleoperadores de otros departamentos. Y después de marearte media hora, o una entera, va y, misteriosamente, se corta la comunicación. Con lo cual, tienes que volver a empezar desde cero.

Me pregunto cómo puede mejorar un profesional, una empresa o una administración pública si ninguno de ellos reconoce sus fallos. ¿Y cómo puede ser eficiente un profesional que trabaja sin agenda? ¿Simplemente, confiando en su memoria? ¿O cómo puede un profesional o una empresa sobrevivir a una crisis que amenace su subsistencia si no da un producto o un servicio de calidad, o que se dedique a engañar a sus clientes/usuarios? 

Reconozcámoslo: lo que tenemos en común los españoles con los italianos, con los griegos o con los portugueses es que, en general, salvo honrosas excepciones, somos unos pueblos a los que nos falta el grado de responsabilidad, de seriedad, de puntualidad y de rigor de otros países del centro y del norte de  Europa. Por eso, no ya desde el comienzo de la crisis, sino desde siempre, las cosas nos han ido de manera muy diferente a unos y a otros. Y por eso siempre, nosotros, los italianos, los griegos y los portugueses nos hemos llevado la peor parte. Por nuestra peculiar idiosincrasia. Una idiosincrasia verdaderamente singular que también incluye una gran dificultad para reconocer nuestros errores. Y, como digo, sin ese reconocimiento, que implica, cuanto menos, ciertas dosis de humildad, no se puede avanzar. Porque, ¿cómo se puede mejorar algo si uno piensa que no hay nada que mejorar? A ver, que me lo explique alguien.

Hace pocas semanas, unas adolescentes fallecen en una macrofiesta en la que había el doble de aforo del permitido, entre otras muchas deficiencias. Y aunque dicha fiesta fue organizada por una empresa privada, tuvo lugar en un espacio municipal. Pero nadie en el Ayuntamiento de Madrid ha asumido responsabilidades. No ha habido ninguna dimisión. Y esto no es algo novedoso.

A mí me da por pensar que puede haber dos tipos principales de inversores extranjeros en nuestro país: los que se sientan tentados de invertir en España porque lo vean como un país de corruptos y de ladrones en el que todo vale (como Sheldon Adelson y su famosa Eurovegas) y en el que te puedes forrar mediante enchufismo, choriceo y sobornos o como un país poco serio, de bombo y pandereta,  que no inspira ninguna seguridad. A fin de cuentas, ¿quiénes estarían dispuestos a arriesgar su dinero, máxime, si hablamos de cientos o miles de millones de euros?

Más allá de los Illuminati, de Zapatero, Rajoy, Angela Merkel o el Fondo Monetario Internacional, en toda esta crisis también tenemos una gran responsabilidad los ciudadanos de a pie. Sobre todo, los profesionales, las empresas y las administraciones públicas. Y en esta cuestión existe una lógica aplastante: si queremos que las cosas nos vayan como a les van a los austriacos, a los noruegos o a los finlandeses, no sólo tendremos que elegir muy bien a quienes nos gobiernan (escogiendo a personas dignas y honradas que sirvan al pueblo, en vez de servirse del pueblo) sino que algo tendremos que cambiar también en nuestra manera de hacer las cosas, en nuestro modo de trabajo, en nuestros productos o en los servicios que brindamos a los demás. Tal vez tengamos que empezar a imitar a los austriacos, a los noruegos o a los finlandeses sin tener que renunciar a nuestra campechanía ni a nuestra chispa mediterránea. Porque lo que está claro es que si seguimos haciendo las cosas de la misma manera, los resultados seguirán siendo exactamente los mismos. 

Así pues, ese requisito imprescindible, sin el cual, en mi modesta opinión, será muy difícil (por no decir imposible) que salgamos de ésta, o de cualquier otra crisis, no es otro que la humildad. Esa virtud que se contrapone al orgullo, que nos permite reconocernos como somos y reconocer nuestra realidad tal cual es, honesta y sinceramente. Esa cualidad fundamental, absolutamente necesaria, que es a su vez el primer paso para transformarnos a nosotros mismos, para mejorar nuestras vidas y para hacer de esta sociedad un espacio más justo y próspero en el que vivir.

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