El origen psicoemocional de heridas y hemorragias

Para comprender el origen psicoemocional de una enfermedad, una afección o un traumatismo es necesario entender primero que el cuerpo es un reflejo fiel de nuestro universo psíquico y emocional, y aunque en una enfermedad, una afección y un traumatismo intervienen elementos físicos, el origen, la raíz de esos síntomas, nunca está en el plano físico.

Los seres humanos vivimos experiencias. Y aunque podamos pensar que somos únicos y especiales, en realidad, esas experiencias por las que atravesamos nos asemejan a los demás. Porque todos nosotros, al menos alguna vez (cuando no, muchas), hemos saboreado el dolor, la alegría, el reencuentro, la pérdida, el miedo, el placer... De hecho, todos hemos vivido situaciones difíciles, o desagradables. Ahora bien, no todos las hemos vivido de la misma manera. Y es eso, precisamente, lo que puede llegar a marcar grandes diferencias entre los seres humanos: la actitud. La actitud, me refiero, con la que vivimos las vicisitudes que nos van sucediendo en el día a día.

A este respecto, existen dos tipos fundamentales de actitudes: constructivas y destructivas, si bien también podríamos denominarlas saludables (las que nos mantienen con salud) e insalubres (las que nos llevan a enfermar).

Por ejemplo: alguien puede comportarse conmigo de un modo ofensivo y yo sentirme molesto, o dolido, o herido. Y si ese sentimiento lo alimento y se prolonga en el tiempo, tenderá a precipitarse en el cuerpo en forma de síntoma: en forma de molestia, dolor o herida, según corresponda en cada caso.

En general, la herida que pudiera surgir en nuestra piel a resultas de un golpe en una pierna (por ejemplo, tras una caída) nos daría a entender que en nuestro caminar por la vida ha habido algo que nos ha herido. Si la herida acontece en la rodilla, el tema de fondo sería la humildad y la flexibilidad. En cada parte del cuerpo, encontraríamos un significado distinto. Por tanto, en la interpretación siempre hay que tener en cuenta tanto la propia manifestación como el contexto en el que ésta se ubica.

Si un soldado resulta herido es porque ha bajado la guardia, o porque no ha estado lo suficientemente atento al entorno, o porque no se ha protegido lo necesario (con un casco, con un chaleco antibalas), o porque no estaba en el lugar adecuado (al amparo de una trinchera o de un vehículo blindado), o porque no ha tenido la suficiente habilidad o preparación para poder hacer frente con éxito a la agresión que haya tenido que afrontar, etc., etc. Y por las mismas razones, puede ser herida una persona por otra en el día a día: porque la víctima ha bajado la guardia, o porque no ha estado atenta a sus circunstancias, o porque no ha sabido protegerse (su intimidad, por ejemplo), o porque no estaba en el sitio adecuado (estar fuera de lugar), o porque ha actuado con debilidad (es más difícil que algo te hiera si eres firme y asertivo que si eres blando y temeroso).

En síntesis: que podemos sentir que alguien nos ha herido, pero también es cierto (y esto es un punto clave) que elegimos sentirnos heridos. Porque el sentirse herido o no depende, básicamente, de cómo interpretamos lo que nos está sucediendo. De si, por ejemplo, nos tomamos unas duras palabras que alguien nos dirige como algo personal o no. Es una elección. Y ahí radica la actitud, ya sea ésta constructiva o destructiva.

Con los años, y con la experiencia, también he podido comprobar en decenas de casos que he observado que cuando las heridas son la consecuencia de un traumatismo, de un golpe o un accidente existe un componente de autocastigo, el cual, a su vez, es el resultado de un sentimiento de culpa. Por supuesto, nadie conscientemente quiere tener un accidente ni hacerse una brecha en la cabeza. Pero un individuo puede sentirse muy culpable por algo (incluso sin darse cuenta) y un mecanismo en él, de forma inconsciente, llevarle a castigarse. Y es que no os imagináis la cantidad de enfermedades, afecciones y dolores que es capaz de generar la culpa en el ser humano: infinidades.

Las heridas internas (en el intestino, o en el útero, por ejemplo) también son heridas en nuestra vida... pero a un nivel más profundo. De hecho, suelen ser más graves que las heridas superficiales y más difíciles de tratar y de curar.

En relación con las hemorragias, primero conviene explicar que la sangre representa y simboliza el alma de la persona, su esencia vital. En una hemorragia la sangre se pierde... porque el individuo se pierde. ¿Se comprende este doble sentido? Decimos que una persona se pierde cuando no es dueña de sí misma y se deja arrastrar por unas emociones o unos impulsos que, a todas luces, le pueden hacer mucho daño. Por eso, en el lenguaje coloquial es muy fácil oír que alguien, en un arrebato de ira, de rabia o de indignación, o en un crudo enfrentamiento con otra persona, diga algo como: Me calentó de tal manera que me perdí.

Una persona se pierde cuando pierde el Norte. Y el Norte no es otra cosa que el amor (la calidez, el cariño, la delicadeza, la amabilidad...) y la luz (simbólicamente, la sabiduría). Y la sabiduría es la virtud que nos permite reconocer qué es lo más adecuado en un momento dado, y, demás, hacerlo. Por eso, si uno no actúa desde su luz, dejándose arrastrar por densas y oscuras emociones, lo más probable es que se pierda.

O dicho de otro modo: en una hemorragia, la sangre (repito: simboliza nuestra esencia), la cual tendría que circular por los vasos sanguíneos (arterias, venas y capilares), se sale de su sitio. O sea, se sale de madre. De la misma manera que el individuo, en vez de estar en el sitio que le corresponde armónicamente (la luz y el amor), se sale de madre, cayendo en el miedo y la ignorancia (las dos raíces de toda enfermedad).

Las heridas, en nuestro cuerpo y en nuestra alma, sanan con cuidados, amor y tiempo. Y si éstos no funcionan, entonces hay que aumentar la dosis. Simplemente.

Pero mejor que curar es prevenir. Y para prevenir estos contratiempos que os he comentado hace falta que cada uno esté en su sitio, en su centro de equilibrio, en un punto maleable entre la firmeza (asertividad) y la flexibilidad (condescendencia), entre el valor y la prudencia, entre el darse a los demás y darse a uno mismo, entre dar importancia a lo que hacen los demás, y, al mismo tiempo, ser capaz de quitarle importancia.

Según convenga en cada caso.

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