Suavizar y espaciar los picos de los enfados

En algunos de los ambientes en los que me muevo está mal visto enfadarse. Parece cosa poco espiritual. Algo impropio de una persona evolucionada (me hace gracia esta expresión) y madura. Algo que fácilmente podría hacerle perder a uno su buena reputación de ser elevado (también ésta me hace mucha gracia). Sin embargo, existen pocas cosas más dañinas para la salud que experimentar ira, rabia o enfado... y no expresarlo. Eso sí que es algo poco espiritual.

Estaba pensando... si he conocido a alguien en mi vida que no se enfadara jamás. Mmmm... creo que no. Ahora bien, sí que he conocido a personas que no se enfadaban, prácticamente, nunca, pero muchas de ellas terminaban haciéndolo con tremendas explosiones de ira. Algo que ponía de relieve una represión acumulada a lo largo del tiempo que, más tarde o más temprano, como cualquier impulso de envergadura que se reprime, tiene que manifestarse.

Si hablamos de enfadarse, tal vez la primera pregunta que podríamos hacernos para comprender mejor este fenómeno humano sería, ¿de dónde surge un enfado?

La causa del enfado es siempre la incomprensión. Es decir, la persona se encuentra ante un hecho que no comprende... y que le atañe directamente, o muy de cerca. Un hecho que no comprende y ante el cual se rebela. Por ejemplo:

Podemos tolerar que un niño de cuatro años raye una pared con un rotulador. Porque comprendemos de antemano que no tiene suficiente conciencia, y porque comprendemos, también, que en el fondo no tenía intención de hacer ningún daño. Por consiguiente, será muy probable que no nos enfademos con él, o que si lo hacemos sea de un modo suave y pasajero, simplemente para aleccionarle.

Por contra, será fácil que nos enfademos si alguien nos raya la pintura del coche, o si descubrimos a nuestra pareja besando cariñosamente a un desconocido, o si la alcaldesa de nuestra ciudad decide no recortarse el sueldo, y que éste sea ocho veces la media del de sus conciudadanos.

¿Y por qué nos enfadamos ante estos hechos?

De un modo consciente, porque son situaciones que nos parecen indignas, impropias, y porque nos salpican directamente. Pero de un modo inconsciente nos enfadamos porque no alcanzamos a comprender las razones profundas que le llevan a alguien a actuar de un modo desconsiderado con los demás. Porque si comprendiéramos perfectamente por qué alguien hace algo difícilmente acontecería el enfado.

Así y todo, existe otro factor casi omnipresente en los enfados: los traumas de la infancia. O sea, esas situaciones vividas de pequeños que nos hicieron daño, que nos causaron dolor, que nos humillaron, que sentimos (consciente o inconscientemente) como injustas, y que tuvimos que sufrir en nuestras carnes sin pretenderlo en absoluto. Situaciones que dejaron una huella (una herida) que de no cicatrizar perfectamente sería previsible que se reavivara si de adultos experimentamos situaciones similares.

Desde luego, todo problema (o reto) tiene una solución. Y la mejor solución para sanar las heridas y evitar de raíz la ira y los enfados es crecer en la autoestima y ganar en comprensión y madurez.

Si yo miro a mi pasado, observaría en él todas las papeletas para tener un carácter marcadamente irascible. Y, de hecho, podría decir que ya hacia el final de mi adolescencia pude experimentar en mí mismo esta tendencia a enfadarme con cierta facilidad. Aunque quizá nunca haya sido esta faceta un rasgo distintivo de mi carácter. No, sinceramente, creo que no.

El transcurso del tiempo ha ido puliéndome y forjando mi persona, de tal modo que hoy por hoy podría afirmar que mis enfados, en general, son más suaves y bastante más espaciados que en el pasado. La cuestión es: ¿sería una aspiración razonable el no enfadarse nunca?

La verdad es que no creo que sea algo imposible. Pero claro, tal cosa requeriría una desacostumbrada madurez, una tremenda autoestima, una gran comprensión hacia todos y hacia todo, haber sanado todas las heridas del pasado, haberse reconciliado con todos los coprotagonistas de esas heridas... y haber alcanzado una mayúscula paz interior.

Por de pronto, cultivo una noble aspiración: mantenerme en una tendencia que implique, cada vez más, espaciar esos picos de enfado, de ira o de rabia, y que también cada vez más dichos picos sean menos altos (menos marcados) y más redondeados (más suaves). Y, bueno... en ello estoy. Aunque si en algún momento surgen en mí la ira o el enfado, permito que salgan de mi interior, que se manifiesten... de la mejor manera posible. Eso sí, procurando no quedarme enganchado a ellos.

Porque eso sí que enferma... y mata.

Comentarios