Fuerza vs. sensibilidad en las enfermedades

¿Os habéis dado cuenta de que cuando estamos enfermos, aunque sea un simple resfriado lo que padezcamos, nos volvemos más sensibles?

La enfermedad (también podríamos denominarla proceso depurativo) suele debilitar a quien la padece, y, normalmente, cuanto más debilitado se encuentra un individuo, tanto más tiende a incrementarse su sensibilidad.

Este mecanismo no es aleatorio. Esta ahí por algo. Cumple un propósito.

La enfermedad nos lleva a vivir de un modo incómodo o desagradable lo que podríamos haber vivido de forma armónica pero que no llegamos a vivir por nuestra ignorancia (la vida propone y nosotros disponemos; o sea, elegimos). Por ejemplo: manifestar nuestra sensibilidad hacia los demás.

¿Y para que sirve la sensibilidad?

Obviamente, la sensibilidad es una de las múltiples facetas del amor. Es, en suma, un valor humano (como la comprensión, el respeto, el saber escuchar o la dulzura). Y permite a quien la experimenta manifestar su compasión, su humanidad y su ternura hacia sus semejantes (personas, animales, incluso cosas...). La sensibilidad, en definitiva, nos permite empatizar con el otro y ponernos en su piel sin necesidad de quitarnos la nuestra.

La sensibilidad, pues, nos faculta para, por ejemplo:

- encontrarnos a un indigente durmiendo en la calle y comprender lo penoso de esas circunstancias... aunque nosotros no seamos un indigente durmiendo en la calle.
- ver a un niño pequeño que llora porque se ha roto su juguete preferido y no calificar ese hecho de insignificante (ya que para él es un auténtico drama), atendiéndolo con comprensión y con cariño.
- conmovernos ante la belleza de un paisaje, y respetarlo, mientras otros lo ensucian con basura, desperdicios o un comportamiento incivilizado.
- no desearle el sufrimiento a un criminal a pesar de que él pueda haber ocasionado un gran sufrimiento a alguien.
- sentir rechazo por una corrida de toros, aunque nosotros no seamos un toro al que torturan y matan en un espectáculo público.
- tener un gesto de decencia y bajarnos nuestro sueldo, si somos políticos, para equipararlo al de los ciudadanos a los que supuestamente servimos. Máxime, en una época de crisis, en la que tantas personas atraviesan penalidades por la falta de recursos financieros o de trabajo.
- sentir indignación, y actuar en consecuencia, cuando atestiguamos que una persona abusa de otra (ya sea por razones de sexo, raza, religión, condición social, jerarquía, etc.).
- tener nuestras necesidades cubiertas y, sin embargo, no entregarnos a una vida regalada de lujo y frivolidad desmedidos, eligiendo desarrollar algún tipo de actividad (remunerada o no) que redunde en beneficio de la comunidad de la que formamos parte.
- entrar a una biblioteca y hablar en voz baja y no caminar de tacón... a pesar de que no haya ningún letrero que nos lo solicite. Simplemente, por consideración hacia los demás.
- descartar un puesto de trabajo que nos ofrecieran, en el que ganaríamos mucho dinero fabricando armas o atentando contra una población que se rebela contra un tirano.
- renunciar a una parte de nuestra comodidad o bienestar si con ello podemos favorecer el bienestar de otra/s persona/s.
- llegar a empatizar con alguien que no nos cae muy bien porque nos demos cuenta de que, en el fondo, es un ser semejante a nosotros, con sus luces, sus sombras y sus circunstancias.

No es de extrañar que la enfermedad nos vuelva más sensibles. Y también más humildes, más compasivos, más sencillos, más amantes de la vida, y más humanos. A fin de cuentas, nos hace tanta falta potenciar esas virtudes.

Y es que, a poco que nos fijemos, la enfermedad no sólo surge en nuestras vidas para limpiar de toxinas (lo que no nos sirve y nos perjudica) nuestro cuerpo, sino, también, nuestra mente y nuestro corazón. Si bien, lo deseable, y lo factible, es hacerlo sin necesidad de enfermar.

Un síntoma inequívoco de madurez espiritual.

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