"El discurso del Rey", de Tom Hooper.

Aunque soy consciente de que la semana pasada comenté una película que había descubierto recientemente, no quería dejar de hacer lo propio con la última que he visto. Ayer, sin ir más lejos. Y no quería esperar porque, aparte de ser un largometraje de estreno que aún podéis ver en los cines, es uno de los que más me ha impactado y gustado de los últimos tiempos (por variadas razones que os cuento a continuación).

Una vez más, me encuentro ante un filme en el que la ambientación y las interpretaciones son exquisitas (sobre todo, la de sus protagonistas: Colin Firth y Geoffrey Rush). Lo cual, por de pronto, le da bastantes puntos ante mi mirada crítica. A lo que se suma que el argumento está basado en una historia real (la propia biografía del rey Jorge VI de Inglaterra -padre de la actual reina Isabel II-), lo que siempre es un elemento de interés; al menos, para mí.

A lo largo de sus casi dos horas de duración, El discurso del Rey, dirigida por Tom Hooper, narra las grandes trabas que supusieron para el rey Jorge VI el hecho de ser tartamudo, y cómo gracias al interés y al amor de su esposa (Isabel Bowes-Lyon) se puso en manos de un singular terapeuta, Lionel Logue, quien le ayudó a superar su arraigado trastorno de la comunicación.

Sin embargo, subjetivamente, lo más emocionante de la película radica en la empatía que ha suscitado en mí dicho terapeuta. Más que nada, porque me ha recordado en muchos aspectos mi propia forma de trabajar. Particularmente, en mis consultas.

Lionel Logue no sólo fue un logopeda autodidacta hecho a sí mismo (comenzó a desarrollar su trabajo brillantemente al ayudar a veteranos de la Primera Guerra Mundial afectados por traumatismos o estados de choque que habían repercutido en su capacidad locutiva) sino que cultivó otras disciplinas auxiliares que le resultaron de gran ayuda en el ejercicio de su profesión (sin saberlo, era un terapeuta holístico).

Lionel Logue amaba su trabajo, y se sabía experto en la materia porque la conocía, no en virtud de farragosos tratados académicos, ni por boca de reputados profesores, ni por haber sido un alumno aventajado en una prestigiosa universidad (que jamás lo fue de ninguna), sino merced a su propia experiencia y a su no menos aguda inteligencia, lo que le convertía por derecho propio en un profesional solvente capaz de proporcionar calidad de vida a sus pacientes (que es de lo que se trata). Por eso se permitió, desde un primer momento, tratar al mismísimo Duque de York (el que en breve se convertiría en Rey de Inglaterra) con respeto pero como a un semejante (todo buen terapeuta conoce la importancia de empatizar con sus pacientes para que éstos confíen y se abran a él), incluso llamándole por su diminutivo: Bertie.

Obviamente, Logue no se limitó a tratar a Su Alteza Real enseñándole simples técnicas vocales (sus métodos eran tan desacostumbrados como eficaces) sino que, habiéndose ganado la simpatía de su paciente, abordó su problemática de un modo nada superficial. Antes bien, ahondando en los porqués psicoemocionales de su disfemia: el miedo a su padre, a su hermano, al público, al ridículo, a ejercer asertivamente la autoridad (algo imprescindible para quien detente el poder)...

Así pues, con su buen hacer y su diligencia, Lionel Logue, sin pretenderlo, cambió el destino de un imperio. Lo hizo ayudando al rey Jorge VI de Inglaterra a llevar a cabo una transición de la tartamudez a la elocuencia. Una historia de superación y de crecimiento personal acontecida en un momento (los albores de la Segunda Guerra Mundial) en el que el pueblo británico (profundamente monárquico) necesitaba a un guía diligente y seguro de sí mismo. Un líder capaz de insuflar ánimo, valor, confianza y esperanza a unas masas amedrentadas por el temible espectro de la guerra que se cernía sobre ellas.

No es de extrañar que terminara surgiendo una gran amistad entre el rey Jorge VI y Lionel Logue (el cual falleció en 1953, sólo un año después que el monarca) y que éste último fuera nombrado comandante de la Real Orden Victoriana.

Llegados a este punto, comprenderéis que os recomiende esta maravillosa película efusivamente.

Y así lo hago.



Nota importante: aunque la película contiene algunas escenas que fácilmente pueden resultar cómicas, no se trata propiamente de una comedia.
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A propósito de esta historia, me gustaría compartir con vosotros una que yo viví en primera persona a mediados de los años noventa.

Por aquel entonces, yo no me dedicaba profesionalmente a la alimentación y la salud, pero ya contaba con algunos años de exitosa experiencia y eventualmente asesoraba sin ánimo de lucro a algunas personas que iba conociendo y que solicitaban de mí ayuda o consejo para mejorar su calidad de vida.

Tal fue el caso de Ramón Jarés (utilizo un pseudónimo para preservar su verdadera identidad), un muchacho de veintipocos años, músico, y aquejado de un gran sobrepeso y de una grave tartamudez.

En relación con su obesidad, Ramón había tirado ya la toalla, pues después de acudir a algunos de los mejores endocrinólogos de Valencia y tras haber probado varias dietas, no logró perder más que unos pocos quilos y parte de su salud (de hecho, él estaba muy desmoralizado porque, tal como llegué a comprobar por mí mismo, todos los miembros de la familia de su madre eran obesos, por lo que él dedujo que su caso era genético y que poco o nada había que hacer). Y respecto a su tartamudez, estaba tan arraigada y era tan ostentosa que había terminado acostumbrándose a convivir con ella, desechando toda posibilidad de recuperar un habla armónica y fluida.

Así y todo, Ramón, al conocerme, empezó a interesarse por mi estilo de vida y forma de alimentación, por lo que al poco me pidió que le diera algunas pautas para seguir. Y así lo hice.

Bien es cierto que su caso fue meritorio, pues puso mucho de su parte y siguió fielmente las pautas, de manera que ya a los pocos días comenzó a perder peso y a ganar salud.

Paralelamente, surgió entre nosotros una incipiente amistad que fue consolidándose con el tiempo. Una relación casi fraternal en virtud de la cual él tuvo a bien compartir conmigo muchas de sus inseguridades y temores más íntimos, a lo que yo traté de aportarle un punto de vista acaso más constructivo y esperanzador que el suyo. Por eso, no tardó en ganar confianza en sí mismo y en tomar ciertas decisiones que cambiaron drásticamente, y a mejor, el rumbo de su vida.

Al cabo de seis meses, Ramón había perdido más de cuarenta quilos, había superado algunos problemas de salud, encontró una nueva pareja, y, sin hacer un especial hincapié en ello por mi parte, superó totalmente su tartamudez.

Desde luego, fue la historia de un gran cambio en la vida de una persona (cuyo innegable mérito reconozco) y de cómo la autoestima es capaz de transformar extraordinariamente a un ser humano, hasta el punto de situarlo en un nivel muy elevado de armonía y de bienestar.

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