Las tres palabras mágicas

Os habrá pasado alguna vez que entráis a una tienda o a un sitio público donde hay varias personas esperando su turno, decís Buenos días y nadie os contesta; ni Mu. En el mejor de los casos, alguien se gira hacia vosotros, os mira como si fuerais un extraterrestre y vuelve a girar la cabeza con total indiferencia y sin articular palabra. O bien vais en el autobús o en el metro, alguien os pisa y en vez de pediros disculpas, os mira como si os perdonara la vida.

Personalmente, valoro más el fondo que la forma, pero seguramente lo más armónico es que uno y otro vayan en consonancia. De hecho, las más de las veces, la forma es un propio reflejo del fondo que hay tras ella. Y, de cualquier modo, la una y el otro no están reñidos.

Por otro lado, los padres, o quienes ejercen como tales, han asumido durante la mayor parte de la historia de la Humanidad el papel de educar a los hijos. Una noble tarea cuyo ejercicio ha ido cayendo en desuso, o, en muchos casos, más recientemente (sobre todo, desde la incorporación de la mujer a la vida laboral), se ha delegado en los profesores del colegio. Siendo que éstos, básicamente, se limitan a transmitir una serie de conocimientos y poco más. Entonces, si los padres dedican la mayor parte de su tiempo al trabajo, y si los hijos pasan buena parte del suyo adquiriendo información en el colegio, viendo la tele o enganchados a Internet o los videojuegos, ¿quién se encarga de educarlos? ¿Sorprende, pues, que muchos de estos jóvenes, haciendo gala de una patente falta de educación (que, a menudo, logra escandalizar a los adultos), se comporten de un modo irrespetuoso o improcedente para con los demás? Será un tanto difícil que puedan poner en práctica aquello que no han aprendido de nadie. Además, si lo que ven, por doquier, es a muchos adultos comportándose de forma irrepetuosa o improcedente, tenderán a imitarlos, a tomarlos como modelo y como referente. Es por eso que la buena educación, o la exquisitez, son tan raras de ver en nuestra sociedad y en nuestro tiempo. Más bien, escasean como el precioso oro.

Aunque no se me inculcó de pequeño la conveniencia del uso de las mismas, con el paso del tiempo fui descubriendo por mí mismo que existían tres palabras mágicas que me abrían muchas puertas y que, en general, causaban una impresión muy agradable a los demás. Se trata de los muy socorridos Por favor, Perdón (o Disculpas, o Lo siento) y Gracias.

La verdad es que aderezan muchas expresiones, convirtiéndolas en algo más cortés y considerado. Para muestra, un botón:

¿Puedes darme eso, por favor?, en vez de Oye, dame eso.

Con todo, lo que yo destacaría de estas tres expresiones, no es lo bien que suenan a la hora de redondear una frase sino el respeto que comportan cuando se dirigen a una persona. Porque si se pronuncian desde el corazón implican una consideración hacia el ser humano que tenemos delante, dándole a entender que lo tenemos en cuenta, que no nos resulta indiferente, que no es un esclavo nuestro (Por favor), que intentamos ponernos en su piel (Lo siento) o que valoramos y apreciamos aquello que hace por nosotros (Gracias). Por eso, más allá de la pura forma, puede subyacer un fondo de consideración, de afecto y de cariño; esto es, de amor.

Son, como digo, un modo de tratar mejor a los demás y una manera eficaz, sencilla y barata de abrir ciertas puertas en la vida que, de otro modo, permanecerían cerradas a cal y canto.

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