La cruda verdad sobre los alimentos crudos

El otro día vi una cruda película sobre la guerra de Irak. El médico me habló con crudeza a la hora de comunicarme su diagnóstico. Son dos ejemplos de comentarios que nos permiten comprender sin dificultades lo que, en el lenguaje coloquial, significa la palabra crudo o crudeza: la verdad desnuda, pura, simple, tal cual es, sin adornos, manipulaciones, disfraces o maquillaje. Un hecho que posee su correspondiente equivalencia gastronómica: el alimento crudo.

A lo largo de todos los años que llevo dedicado al mundo de la alimentación y de la salud he tenido ocasión de escuchar, de observar y de atender a cientos y cientos de personas, y puedo deciros, remitiéndome a sus testimonios, que en los menús que sigue la mayoría de ellas escasean los alimentos crudos (fruta y ensaladas, sobre todo). De hecho, poca gente tiene integrada la sana costumbre de comer con una ensalada al lado, o de tomar abundante fruta a lo largo del día (entre horas). Todo lo más, alguna pieza tras las comidas (lo cual es sumamente perjudicial). En definitiva: que el porcentaje de alimento crudo en nuestra dieta moderna es mayormente escaso (comparativamente con la cantidad de alimento cocinado).

Pero si observamos este fenómeno a la luz de la simbología, todo encaja perfectamente, pues en nuestra sociedad el grueso de las personas está muy acostumbrado a fingir ciertos sentimientos para quedar bien, a disimular la auténtica edad que uno tiene con maquillaje o cirugía, o bien a mentir por temor a las consecuencias que acarrearía el decir la verdad. Algo que se corresponde milimétricamente con nuestro modo de alimentarnos, ya que acostumbramos a manipular los alimentos mediante la cocción, o bien los salamos, los endulzamos, les quitamos, les añadimos, disfrazamos su verdadero sabor... Nuestro modo de alimentarnos, obviamente, es un espejo fiel de nuestro modo de ver y de sentir la vida, esa realidad que todos/as compartimos.

Fijaos en un hecho enormemente significativo que ilustra perfectamente esta disertación: los recién nacidos, los bebes, los lactantes (en condiciones naturales), sólo toman como alimento la leche de la madre; un alimento crudo (no ha sido hervido ni procesado de ninguna manera). Y, ¿existe un ser humano más puro y más auténtico que un bebé? El bebé, a cada instante de su existencia, vive cabalgando en la verdad, en la pureza más absoluta: llora, ríe o hace sus necesidades sin importarle el momento ni el lugar. Él no entiende (ni falta que le hace) de disimulos, de disfraces, de recato, de oportunismo ni de formas. Simplemente, fluye, se deja llevar. Simplemente, deja que salga lo que lleva dentro. Eso es pureza. Eso es verdad. Eso es autenticidad. Sin embargo, la sociedad en la que se desarrolla, con el tiempo, se encarga de conducirlo, en la mayoría de ocasiones, hasta el extremo opuesto: la insinceridad, la falsedad, la hipocresía. Todas ellas monedas de cambio del mundo en el que vivimos.

También es oportuno tener presente, llegados a este punto, que muchas de las tribus salvajes o indígenas que perviven en nuestro planeta son muy proclives a tomar gran cantidad de alimentos crudos. Lo que no sorprende, y se corresponde con su modo de vida y la forma de ser de sus individuos: en general, mucho más auténtica, sincera y espontánea que la de los habitantes de las sociedades modernas.

El alimento crudo es el que tomamos tal cual nos lo da la Madre Naturaleza: sin alterarlo, sin manipularlo, sin, tan siquiera, cocinarlo. Es un alimento puro, auténtico, verdadero. Por consiguiente, el incrementar la cantidad y la frecuencia de alimentos crudos en nuestra dieta, fundamentalmente mediante la ingesta de frutas y de verduras de ensalada (o germinados, o dátiles, o frutos secos), alimentará nuestra autenticidad, nuestra sinceridad y nuestra verdad (lo que somos en realidad, libres del miedo y de los condicionantes cotidianos).

La metáfora de los alimentos crudos la comprendí recientemente mediante unas observaciones que llevé a cabo con dos personas muy próximas a mí. Una de ellas estaba gravemente enferma. La otra era la que la cuidaba. Esta última, a partir de un determinado momento, comenzó a indicarle a la primera (que llevaba semanas alimentándose con alimentos crudos para depurar su organismo) la necesidad de iniciar un cambio en su vida y en su forma de ser para poder completar el proceso curativo. Así y todo, la persona enferma comenzó a tomarse estas recomendaciones tal cual si fueran ofensas dirigidas contra su persona, mostrándose refractaria a la posibilidad de cambiar. La cruda verdad, a todas luces, le hería, se le indigestaba, le dolía. Por eso mismo, a partir de ese preciso instante, su cuerpo comenzó a rechazar los alimentos crudos. Incluso el puré de una tibia manzana le caía como una bomba al estómago. Luego, recordé casos similares de los que tenía constancia, relacionados con otras personas, y nuevamente encajaron las piezas. Todo tenía sentido.

Si de verdad deseamos hacer del nuestro un mundo más auténtico, si deseamos volvernos más y más sinceros, si nos atrevemos a decir en voz alta que amamos la verdad, entonces, convendrá que recordemos las sabias palabras de Hipócrates (Somos lo que comemos), y que nos sirvamos de ellas para utilizarlas a nuestro favor. Los alimentos crudos, presentes a diario en nuestra mesa, a ciencia cierta, nos ayudarán a conseguirlo, a alcanzar nuestro noble propósito.

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