El diálogo: un antídoto para la guerra.

Si la pregunta fuese: ¿por qué hay guerras en el mundo?, algunas de las respuestas podrían ser: por intereses económicos. Por la religión. Por el poder. Por las diferencias (aparentemente) irreconciliables que surgen entre las personas. O bien, para que las industrias armamentísticas se enriquezcan. Por ejemplo. Y en todas esas posibles respuestas, seguramente, habría mucho de cierto.

Yo, sin embargo, sostengo una teoría que el tiempo y la experiencia me están confirmando: que las guerras siguen ocurriendo, incluso en pleno siglo XXI, porque los seres humanos, en conjunto (La Humanidad), aún no hemos aprendido a dialogar.

Lo veo a menudo y por doquier: las personas se enfadan, se irritan o se sienten dolidas cuando delante de sí mismas se encuentran con otras personas que no ven la realidad como ellas (sumémosle a este factor los intereses personales de cada una). Es entonces cuando se requiere del diálogo para superar ese reto: acercarse y pasar de la dualidad a la unidad. Un fenómeno, el de la necesidad de dialogar, ante el cual se reacciona de formas distintas. Pero todas ellas, las más de las veces, desembocan en el mismo lugar: en la ruptura, en el alejamiento y en el resentimiento.

El problema no radica en que una de las partes intente convencer a la otra. A fin de cuentas, que cada una exponga su punto de vista para que, por lo menos, la otra lo contemple o se aproxime a él es algo lógico. Tiene sentido. Es legítimo. El problema es que una de las personas, antes o después, se siente en jaque, al descubierto o sin argumentos. Y cuando esto se da, es poco frecuente que la parte más desfavorecida reconozca la razón en la otra. Porque en esa tesitura, tan desagradable, el ego, el orgullo y el miedo difícilmente asumen su derrota, su debilidad, su error o su falta de coherencia. Para eso haría falta suficiente humildad y valor.

Dice la máxima: Quien primero levanta el puño (o el primero que grita, o insulta, o avasalla) es el primero que pierde la razón. Y aunque a veces no llega a levantarse el puño, lo que sucede otras es que las personas concluyen el diálogo con la confrontación y con la separación, terminando así las relaciones de pareja, las de amistad, las familiares, las profesionales... No es que, necesariamente, haya acontecido un hecho catastrófico y que no se pueda solventar; no. Es, sencillamente, que uno de los dos implicados no está dispuesto a reconocer... la verdad del otro (porque no la ve; o porque, viéndola, no la quiere admitir). Uno de los dos (o ambos) no está dispuesto a ceder.

Ocasionalmente, en algún telediario, he oído que la diplomacia de dos países en conflicto se ha reunido en Ginebra para negociar la paz. Pero nunca he oído que esas reuniones bilaterales duren quince minutos o media hora. Me consta, por contra, que duran largas horas o incluso días enteros. ¿Y qué hacen durante todo ese tiempo los diplomáticos? Pues, obviamente, dialogar, dialogar y dialogar... hasta que ambas partes van cediendo terreno, y, finalmente, consiguen alcanzar un punto de encuentro. Nadie dice que resulte una empresa fácil. De hecho, puede que sea esta una de las tareas más arduas del mundo. Uno de los mayores desafíos, efectivamente, al que puede enfrentarse el ser humano. Pero, si fructifica el encuentro, el resultado vale la pena, porque éste no es otro que la propia paz.

¿Pero quién dialoga así en la vida cotidiana? ¿Quién es capaz de hacerlo en el seno de una amistad, de una familia, del trabajo o de una comunidad de vecinos... cuando arrecia el temporal? ¿Cuántos pueden aguantar, no ya diez horas, sino, tan sólo, diez minutos de diálogo con una persona que piensa o siente de un modo muy distinto al nuestro? Porque, claro, dialogar con alguien afín no es algo muy meritorio. Lo meritorio, a mi entender, es hacerlo con alguien cuya forma de ver o de vivir las cosas difiere, sustancialmente, de la nuestra. Y eso puede requerir de nosotros lo mejor que llevemos dentro.

En consecuencia, y desde este ángulo específico, no resulta nada difícil entender por qué hay tantas guerras en el mundo; y por qué terminan unas y comienzan otras, incluso en pleno siglo XXI. Y es que en las comunidades de vecinos surgen reyertas, en las familias, disputas; entre padres e hijos, desavenencias; entre los miembros de una pareja, discusiones. ¿Qué importan, no obstante, los vocablos? Si el fondo de todos ellos es el mismo: guerra.

Así y todo, se puede comprender que aún no hayamos aprendido a dialogar. Es perfectamente razonable, porque nadie nos ha enseñado a hacerlo. No nos lo enseñaron en el colegio. Ni en casa. Ni nuestros amigos. Hemos aprendido, más bien, a hablar, a charlar, a conversar... Eso es cosa fácil. Hasta agradable. Otra muy diferente es dialogar.

¿Y cómo se aprende a dialogar? Pues... dialogando (aunque parezca una perogrullada). Es decir, no huyendo del diálogo (para muchos, diálogo suele ser sinónimo de discusión; por eso lo temen), sino adentrándose en él sin temor. Fracasando en el intento, si éste se da, y reintentándolo una y otra vez... hasta que salga, hasta que ambas partes se acerquen, se encuentren y se abracen (un símbolo de ausencia de distancia). Si bien, unas dosis de cariño, de humor y de comprensión pueden ayudar mucho en nuestro cometido. O sea, aderezar el diálogo (que, en sí, es una faceta del amor) con otras virtudes complementarias y suavizantes (paciencia, aguante, comprensión, tolerancia...). De ese modo, se refuerzan mutuamente.

Lo dicho: a dialogar se aprende dialogando. Tal cual decía el poeta: Caminante no hay camino, se hace camino al andar. Y si lo que de veras deseamos es un mundo en paz, sin guerras, conviene tener esta premisa muy en cuenta (podemos empezar a entrenarnos dialogando con esa persona con la que a menudo chocamos).

Todo gran viaje comienza con el primer paso (proverbio chino).

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