Tiranía y amor

Si os paráis a pensarlo, las dictaduras y los regímenes totalitarios se caracterizan, entre otras cosas, por un profundo rechazo: en general, a todo aquello que sea distinto a quienes detentan el poder. Rechazo, por ejemplo, a la libertad de culto y de religión, a las lenguas cooficiales de un estado (o dialectos locales), a la homosexualidad, a la inmigración... Sí, hay mucho miedo en los dictadores (aunque algunos/as aparenten ser muy valientes); hay xenofobia, homofobía; muchas veces, misoginia... Y, con frecuencia, miedo a todas aquellas expresiones del individuo que impliquen una amenazante pluralidad, como criterios divergentes con su política (que puedan ponerles en jaque), miedo a las tradiciones asociadas al folclore popular (que se aparten de la uniformidad), a la diversidad cultural, artística y étnica (las cuales, generan riqueza y contraste en la sociedad), etc., etc.

El dictador, o el tirano, ya sea que ejerza su poder mediante el gobierno de una nación, o a fuerza de malos tratos en el ámbito restringido de su entorno (como en la violencia de género), posee una visión muy estrecha, muy limitada y muy fragmentada de la realidad. Normalmente, está cerrado en sí mismo, en su mundo; porque abrirse supondría, a la postre, una invitación al cambio; y en caso de que éste tuviera lugar, implicaría más tarde o más temprano una pérdida de ese poder que le permite alcanzar aquello que tanto desea: la sumisión y la obediencia de sus compatriotas o de los miembros de su familia/asalariados/subordinados, según sea el caso.

Lo que muchas veces pasa desapercibido ante el/la tirano/a, y que le delata sobremanera, es que el rechazo que siente por cuanto le rodea (y que podría constituir una amenaza para sus intereses) es directamente proporcional al rechazo que siente de sí mismo, de aquello que alberga en su interior. Lo cual es así porque detrás de los/as tiranos/as hay personas completamente atemorizadas, hay niños/as con infancias traumáticas en las que no les han permitido expresarse libremente ni disfrutar plenamente de esa maravillosa etapa de la vida. Niños/as que crecen llamando a menudo la atención (ésa que no recibieron en su día), que llegan a peinar canas y que, sin embargo, siguen siendo profundamente inmaduros. La inmadurez, me refiero, de quien aspira a conseguir sus propósitos, no mediante el diálogo o el pacto con los otros (lo que requiere equilibrio, serenidad e inteligencia) sino en virtud de rabietas y pataletas que, en ocasiones, comportan el despligue de ejércitos (que invaden, arrasan, asesinan y esquilman países enteros).

Con todo, para curarse de esta afección, como para curarse de cualquier otra enfermedad, hace falta despertar y reconocer, en el caso que nos ocupa hoy, la propia tiranía que uno/a, consciente o inconscientemente, lleva a cabo sobre los demás. Y, si esto se da, estará el individuo en óptimas condiciones para superarse a sí mismo, para lograr la armonía y el equilibrio en su ser.

Conforme la persona evoluciona y madura, va perdiendo el miedo; y en la medida en que pierde el miedo, va desapareciendo en ella el rechazo. Desaparece el rechazo porque se incrementa la aceptación (de uno/a mismo/a y de cuanto le rodea); ya no se persigue el poder que le sitúa a uno/a por encima de los demás. Porque, al crecerse en la autoestima, se empieza a saborear con gusto el poder sobre sí mismo/a, sobre los propios pensamientos, sobre los propios actos. Acontece, pues, el crecimiento personal: el conveniente para ser responsable, para dejar de culpar al mundo por las propias desgracias o por la propia infelicidad.

Así, cuando la persona se siente poderosa sobre sí misma (autocontrol, autodominio), ya no necesita ni controlar ni subyugar a nadie. El nuevo objetivo, ahora, será alcanzar sus propósitos mediante el esfuerzo personal (sin esclavizar a ninguno), mediante el sacrificio (si ha lugar), y, en su interacción con los demás, mediante el dialógo y el acuerdo; nunca mediante la imposición.

Todo este proceso de transformación liberadora conduce al individuo del rechazo a la integración, del miedo y del odio... al amor (que une, puentea y abraza), de un punto en el que las diferencias con sus semejantes se antojan ostensibles hasta otro en el que esas diferencias, simplemente, se diluyen.

Le lleva de una etapa de visión parcial de la realidad, con frases en su discurso del tipo:

- Eres de izquierdas/derechas y por eso me caes tan mal.
- No soporto a los franceses.

- Me moriría si tuviera un hijo homosexual.

- Los gitanos son todos unos delincuentes; deberían expulsarlos del país.

- Conduces mal porque eres mujer.

- No me gustan los negros, hija mía, y no quiero que salgas con uno.

A otra etapa mejor, de visión de conjunto más amplia y de mayor calado (holística, integradora), en la que, espontáneamente, producto de las nuevas circunstancias, se tenderá a pronunciar frases del tipo:

- Aunque seas de izquierdas/derechas, estoy decidido a escuchar con interés tu punto de vista.
- Todas las personas que me encuentro en la vida son seres humanos, como yo.
- Los franceses, los italianos, los congoleños, los australianos, vamos todos en el mismo barco: la Tierra.

- Ser homosexual es tan maravilloso como ser simpático o como ser futbolista.

- Todos, en lo más profundo, somos iguales.

- Hay delincuentes en todas las comunidades y en todas las etnias de nuestra sociedad.

- Hay personas que conducen muy bien y otras que podrían conducir mejor.
- Amo a los negros, a los amarillos, a los verdes, a los rojos y a toda la pluralidad de seres que conforman La Humanidad.

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