Los callos del pie

A continuación os relato la interesante experiencia de una ex-alumna, a la que le he cambiado el nombre para preservar su verdadera identidad.
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Olga sólo tenía veintitrés años, y, sin embargo, unos pies llenos de callos.

Al parecer, calzaba zapatos muchas horas al día, y éstos, quizá por no sujertarle convenientemente, le rozaban en determinadas zonas.

Cierto día, charlando con ella, me comentaba su disgusto por los continuos roces que experimentaba con la gente. Ya se tratara de familiares, amigos, y, especialmente, compañeros de trabajo, esos roces eran, prácticamente, cotidianos. Unos desencuentros en los que, además, la gente le reprochaba su cabezonería y su dureza de mollera.

Con nuestros pies caminamos... por la vida. Los callos se forman como consecuencia de la reiterada fricción sobre algunas de sus partes, lo que termina produciendo una hipertrofia en forma de protuberancia cónica, un endurecimiento, o dureza.

Olga, curiosamente, no era una persona flexible, ni adaptable, sino, más bien, dura, como sus durezas. Y en su caminar por la vida rozaba a menudo con los demás. Un hecho que quedaba fielmente reflejado en sus pies

Y es que la dureza se opone a la flexibilidad. Una cualidad necesaria para caminar cómodamente por la vida, para adaptarse a las irregularidades del terreno, para abrirnos a puntos de vista ajenos, para salirnos de nuestro ego y comprender mejor, y tolerar, a los seres humanos que nos rodean.

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