Como hermanos

Este verano pasé unos días en la casa de campo de mi amigo Isidro, en una aldea cerca de Bejís. Una gata de unos amigos suyos había parido recientemente y él había adoptado cuatro de sus cachorrillos.

De vez en cuando, estando yo en la terraza, los observaba jugar entre ellos. A veces, de hecho, llegaban a pelearse, aunque sin sobrepasar nunca ciertos límites. Pero, eso sí, eran peleas de verdad; peleas en toda regla. Sin embargo, al cabo de un rato, los veía durmiendo juntos a todos ellos, acurrucados unos sobre otros, como si nada hubiera sucedido.

Entonces me di cuenta de que enfadarse o pelearse no es lo peor que dos o más seres humanos pueden vivir. Lo peor es instalarse en el rencor y en el resentimiento después de la pelea. Lo peor es no ser capaz de olvidar, de perdonar, de reencontrarse con el otro.

Ser hermanos, en mi opinión, no significa necesariamente ser afines, ni pensar lo mismo, ni actuar de igual manera. Ser hermanos no implica no pelearse nunca. Ser hermanos significa, más bien, no quedarse enganchado en las diferencias, en las disputas o en la imposibilidad de perdonar.

Parece, pues, que la capacidad de trascender las peleas y las diferencias es algo que caracteriza a los cachorros de los mamíferos y de otros animales, y también a los seres humanos cuando son niños de corta edad. Y es que con frecuencia creemos los adultos que son los críos pequeños quienes mayormente aprenden de nosotros, y, sin embargo, son ellos los que a menudo nos dan algunas lecciones magistrales. Me refiero a lecciones de expresión, de emotividad, de espontaneidad, de adaptabilidad, de capacidad para sufrir, de imaginación, de sencillez... Como los gatitos de este artículo, que a través de su ejemplo me dieron una de las claves para comprender qué es lo que tendríamos que hacer los seres humanos para ser algún día como hermanos.

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